Algunas cuestiones sobre Participación -tercera parte- (final)
Participar
Anteriormente –en la primera parte de este escrito- señalamos que la necesidad de adjetivar la idea de participación (como real o falsa, y las que pudieran surgir) daba cuenta, por lo menos, de un problema, que tenía su nacimiento en una confusión. Tal adjetivación evidencia que existe algo que es participación y otra cosa que se denomina de esa forma pero que es distinta y hasta podría llegar a ser opuesta.
Vamos a comenzar afirmando que, del mismo modo que en lo referido sobre la asamblea, participar es una práctica, un hacer. Pero ¿hacer qué?
Las definiciones de participar la relacionan con la palabra parte, y establecen una acción sobre esa parte: participar es tener parte, tomar parte.
¿Qué entendemos, entonces, por participación en sentido político? ¿Tomar, tener, parte de/en, qué? (Antes de seguir: fácil es relacionar este participar en qué con una definición, de hecho, de política en la cual ésta sólo se trata de negociados y de acomodamientos personales. Esta noción de política tiene dos aspectos fundamentales: por un lado la afirmación de que la política es algo sucio, noción derivada de la tarea cultural ejercida por la última dictadura que vivió nuestro país; por otro, la evidencia de los enriquecimientos que la gran mayoría de los “políticos” de profesión lograron en la década de los ’90 -y siguen logrando-. No está demás aclarar que no consideraremos a esto política, sino, por lo menos, mezquindad u oportunismo)
Siguiendo el desarrollo que venimos exponiendo, aparecen unos principios que posibilitarían que la participación suceda, a saber:
- quienes son afectados por circunstancias o problemáticas particulares son capaces de decir algo sobre el hecho en cuestión
- a la vez, lo que cada quien aporte tiene que sumarse, necesariamente, a lo que digan otros, también afectados por la circunstancia común
- esta suma de aportes debe darse en un espacio común de encuentro y discusión
Si estos principios, en tanto tales, dan comienzo a alguna práctica, ésta será la del encuentro y la discusión, a partir de los cuales existirá la posibilidad de generar proposiciones a modo de respuesta ante las circunstancias que fueren.
En este punto aparece lo que vamos a considerar clave en la participación.
Esas proposiciones, construidas colectivamente –mediante el encuentro, la discusión y el consenso- y planteadas como respuestas a problemáticas particulares, producen decisiones.
Toda decisión implica un corte con lo anterior -su etimología habla de separar cortando-. Cuando esa separación es decidida en conjunto cada uno aporta lo propio y a la vez tiene parte en la decisión, y es responsable por ella.
La participación está relacionada directamente con la posibilidad de producir decisiones.
Por lo tanto donde no hay posibilidad de decidir, no hay participación posible, ya que no hay diferentes formas de participación –en el sentido político que referimos-. Ésta reclama el encuentro, la discusión, el consenso y la puesta en práctica de lo acordado.
Estas cuatro instancias, que se verifican en la práctica asamblearia, devienen una capacidad fundamental: la de decidir sobre aquellos asuntos que nos afectan.
Participar, entonces, es la posibilidad de tener parte en la decisión de asuntos que nos involucran o afectan.
Pertenecer
¿Qué es lo que impide la participación? Tal vez, teniendo en cuenta nuestro contexto, sería mejor preguntar qué es lo que conspira contra ella.
Obviamente no existe una sola condición que coarte la posibilidad de participación, sino varias. Pero podría decirse que existen algunas situaciones principales de las cuales derivan otras.
Una de las principales es la idea de re-presentación y, de la mano de ésta, la idea de pertenencia.
Casi como en un juego de espejos, existe otra palabra relacionada con parte: pertenecer. Pero en un sentido, muy, distinto ya que pertenecer implica formar parte. Contiene también la idea de “extenderse hasta”, es decir que la noción de pertenecer delimita una frontera, define un adentro y un afuera, cierra una identidad, establece un Uno, donde los sujetos forman parte, lo que no implica necesariamente que tomen parte, sino que por su posición en la extensión delimitada consolidan el límite, la frontera, la extensión de ese Uno absoluto. Y, por último, define como objeto, convierte en objeto, a la persona, al sujeto.
Y esa delimitación contempla como reverso necesario la exclusión de todo aquello que no forma parte del Uno. Establece lo que está fuera como opuesto, como contrario, como enemigo.
De estos dos aspectos, delimitación y exclusión, se alimenta y sostiene toda institución y toda institucionalización.
Para toda Institución la persona es un objeto que delimita sus fronteras. Esto es comprobable en cada modo de acción de todo Estado-nación (que tal vez sea la Institución paradigmática de nuestra época de la lógica de representación e institucionalización).
Pero también para la persona la pertenencia a la institución permite una garantía, que puede nombrarse como seguridad o comodidad, ya que en tanto objeto de la institución[1] no es necesaria su acción, su participación activa.
Parafraseando una vieja publicidad corporativista: “pertenecer tiene sus privilegios”, podría decirse: el privilegio de pertenecer es no participar; el privilegio de pertenecer es ser parte-objeto, no tomar parte-ser sujeto.
Pertenecer implica quietud, inmovilidad, en tanto considera a la persona un objeto, cuya función es la de delimitar, y sostener, a través de su propia quietud, el cuerpo de la institución, al mismo tiempo que la legitima por su extensión.
El primer antídoto contra la participación es la necesidad, generada y fomentada culturalmente, de pertenecer a alguna institución.
Sin embargo podría suceder que una, o varias, situaciones provoquen movimiento, activen la inquietud, de quienes pertenecen a cualquier institución, y que éstos, movilizados, comenzaran a accionar promoviendo participación, para sí y para otros.
En este caso sería necesario un segundo antídoto.
Que no sólo existe sino que está ampliamente expandido en cada rincón de la sociedad, en cada ámbito de la vida de toda persona.
Delegar-representar
La cómoda garantía y tranquilidad del pertenecer se circunscribe, de alguna manera, al plano individual. Conforma, y ratifica, un aspecto del individualismo contemporáneo.
Sin embargo cuando alguna situación provoca la intención de salida de ese individualismo, comienzan a operar mecanismos más complejos y, tal vez por ello más, efectivos.
Si una comunidad ante un/os hechos que la afectan hace efectiva, para sí y para todos, la participación, invariablemente encontrará en algún momento de su movimiento, manifestándose de diversos modos, una traba.
Esa traba es el par delegar-representar.
La cultura política contemporánea reinante impone y exige la re-presentación, es decir, la existencia de alguien en quien confluyan, de alguna forma válida para sí y para el Poder, la decisión de otros. La expresión máxima de esto es el sistema democrático, formal, en sí mismo.
Para que este sistema funcione, y esté garantizada su reproducción y continuidad, es necesario que muchos deleguen en el re-presentante su capacidad de decidir. No es de la incumbencia de este trabajo profundizar el análisis de esos mecanismos (sobre el cual distintos autores han escrito mucho y muy bien) pero sí mencionar que estos mecanismos forman una cultura, y que ésta se instala profunda y sutilmente en todos nosotros, naturalizándose, y que participación y delegación son opuestos irreconciliables[2]. Una produce decisiones y otra reproducción sistémica (cabe señalar que el problema no es sólo que en determinado momento de la participación aparezca la traba de la re-presentación, sino también que quienes están generando participación suscriban y esperen la delegación o terminen promoviéndola, anhelen ser representantes).
Incógnita desafiante
Las situaciones que han disparado estas cuestiones sobre Participación, y todas aquellas con las que éstas tienen puntos en común, evidencian que a pesar de las condiciones de reproducción de un sistema conservador y reaccionario, según conveniencias absolutamente ajenas a todos nosotros, la posibilidad de que surjan iniciativas políticas de interrupción de tales continuidades es real y potente y está en movimiento.
La cuestión principal es que esa posibilidad encarna un desafío y una incógnita al mismo tiempo:
El desafío aparece como la posibilidad de profundizar al máximo las instancias que partan de las voces de los afectados por alguna situación para llegar a acciones que se sostengan en nuevas proposiciones políticas. Porque el desafío implica, además de la particularidad específica del conflicto y su probable solución, la puesta en acción de un modo de pensar y hacer política que no esté supeditado a mezquindades sectarias ni a lógicas institucionales reproductoras de aquello que dicen estar combatiendo.
Detrás de ese desafío aparece la, casi obvia, incógnita ¿seremos capaces de hacerlo?
Claramente no será fácil, no sólo por los distintos mecanismos que circulan en la sociedad para coartar, oscurecer, aplastar o ignorar, las novedades políticas que puedan aparecer, sino también porque muchas veces esos mecanismos los tenemos incorporados en nosotros mismos.
Tampoco será fácil ya que nos reclamará esfuerzo y el emprendimiento de tareas para las cuales no sólo no nos habremos preparado, formalmente por decirlo de algún modo, sino que tampoco hubiéramos imaginado tener la necesidad de abordar.
El desafío abre una incógnita, y la incógnita se vuelve desafiante.
Con todo, y a pesar de la oscuridad del presente, se han abierto algunos resquicios y deberemos aprender qué hacer en ellos. En muchos espacios se ha evidenciado que la participación, como la hemos pensado en estos escritos, es una herramienta potente de transformación y acción política, aunque falte mucho por hacer.
Es la intención de estas cuestiones ser un aporte, disparador, para que ese hacer sea efectivo y potente en nuestra realidad.
federico mercado
25 de diciembre de 2011
[1] Es importante advertir que al hablar de Institución no nos referimos solamente a cualquier institución formal -escuela, empresa, sindicato, estado, etc.- sino también a un modo del vínculo que cualquier grupo de personas puede establecer entre sí. Es decir un grupo de maestros que conforman una “asamblea” también pueden institucionalizarse, como de hecho ocurre.
[2] En alguna de las interesantes discusiones que mantuvimos durante los períodos que refieren estos textos, un compañero docente luego de describir ciertas situaciones realiza una fuerte síntesis “la mayoría de los docentes no quiere participar, quiere ser bien representado”.
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